Entre “forajidos”, asambleas populares, y políticos que nos prometen “refundar la nación”—en un año y ocho meses, toca preguntarnos como personas amantes de la libertad y el progreso: ¿Es este el tipo de democracia que queremos? Y más aún, ¿Aunque reine la mayoría, será que esto es una democracia?
Cada vez gana más popularidad la noción de que la democracia más deseable es la que permite el reino descontrolado de la mayoría. Desde pequeños estamos acostumbrados a escuchar la frase “¡Esto es una democracia! ¡Entonces lo que la mayoría quiera eso es!” De repente crecemos y asumimos que en la vida real, una democracia es exactamente y nada más que eso. Sin embargo, las naciones más prósperas del mundo no han obtenido ni mantienen su alta calidad de vida mediante este tipo de organización política.
Hablemos de principios. Si uno cree en el derecho a la vida como un derecho universal, inescrutable, e individual hay unas consecuencias lógicas que se deben considerar: uno, para mantener la consistencia, debe creer en el derecho a la propiedad y respaldar toda ley y/o acto que busque protegerla siempre y cuando no se esté violando el primordial derecho a la vida o la propiedad de otro individuo. De no creer en lo esencial que es la protección de la propiedad, uno estaría dejando la puerta abierta para que violen la propiedad más sagrada de uno: la persona, y por ende, la vida.
Entonces, una vez que uno deja asentado que cree tanto en el derecho a la vida como en el derecho a la propiedad, uno debería creer en el derecho a la libertad de ir en busca de la felicidad, como cada quien la defina. Pues de que sirve tener vida y propiedad si uno no va a tener la libertad de gozarlas y por lo tanto, no va obtener la felicidad.
Las masas, al igual que los políticos, y los individuos ordinarios, no necesariamente respetan estos derechos naturales. Más preocupante es el hecho de que muchas veces ni siquiera reconocen la existencia o primacía de estos derechos. Y es así que los “forajidos”, asambleas populares, y políticos actuales, me recuerdan más a Robespierre que a los fundadores de las naciones libres y prósperas de hoy. Ellos están en lo correcto cuando dicen que el sistema político debe ser depurado y radicalmente reformado si no queremos “más de lo mismo”.
Pero cuidado con los populistas. Ellos ponen “el bien común” por encima de los derechos individuales. Y esa es la ruta más segura hacia una sociedad sin estado de derecho. Francia es próspera hoy en día por su alejamiento de las ideas de la Revolución Francesa, más no por su apego a ellas.
Chávez ha empobrecido a los venezolanos, de acuerdo a las estadísticas de su propio gobierno. Desde que el coronel inició su “Revolución Bonita” hace tan solo seis años el índice de pobreza para los venezolanos ha aumentado por 10.2 por ciento. ¿Será que poniendo en reversa sus políticas públicas de redistribución de riqueza para lograr el dudoso y nebuloso objetivo de “justicia social” podrá lograrse igual de rápidamente el crecimiento? Tendría sentido, pero los políticos nunca aprenden y en Latinoamérica el romance con el populismo parece no tener fin.
Cuidado con el populismo que predomina en Latinoamérica hoy más que en las previas décadas. Estén alertas a argumentos vacíos que no pueden refutar el simple hecho de que las naciones más abiertas al comercio son las más libres civilmente, económicamente, y políticamente. Estén más atentos a las falacias económicas de que un déficit comercial o la liberalización comercial es una jugarreta de ganadores y perdedores.
Y estén por sobre todo alertas a los grupos privados que buscan asegurar sus perennes privilegios provenientes del estado mercantilista latinoamericano. Ellos son esos hombres de negocios privados con influencia política, defensores del libre mercado para ellos, pero no para los demás, y siendo consiguientemente ellos los principales enemigos del libre mercado.
Ahí vamos otra vez, a la merced de lo que el economista austriaco F.A. Hayek denominó como “la mano muerta” de la planificación central y el colectivismo. Todo se vale si se obtendrá todo lo que nos prometen los populistas. Pero cuidado estamos tomando lo que el inteligente austriaco reconoció como “el camino a la servidumbre”.
Ciertos principios nunca deberían ser negociados o cambiados. Dentro de estos, los más importantes son los derechos individuales. En una república bananera como Ecuador no es sorprendente que la libertad para comerciar, viajar, y trabajar esté a la defensiva.
Así vemos como toda la gente aplaude cuando se habla de un referéndum popular para aprobar o rechazar el TLC. La libertad para comerciar es un derecho esencial del individuo que no se negocia ni debe recibir aprobación popular. Someter a un referéndum esta libertad básica equivaldría a que los estadounidenses hayan sometido a un referéndum popular en los 1970s si los ciudadanos afro americanos debían o no ser discriminados. Entonces no nos pongamos medievales al someter libertades básicas a la tiranía de las mayorías.